martes, 2 de noviembre de 2010

El pueblo argentino te llora Nèstor, querido, compañero...





El río tiene, con ser muchos, todos los colores necesarios. Se mueve entre extrañas alegrías, pesares a la altura de los ojos, y canciones flameando de banderas.
La muerte, en tanto, tiembla en el cajón cerrado. Sabe, porque ya ha sido mil veces derrotada, que esa multitud viene a vencerla y a quitarle esos despojos que apenas ha podido retener por unas horas.
No la consuela sentir la carne corromperse, porque esas voces le gritan al cuerpo y lo estremecen, infundiéndolo de gestos vívidos y de antiguos movimientos. Las manos hachando el aire, los ojos mirando unos metros por encima del cielo, las voces engarzadas en toda la música posible.
La muerte, esa allí apostada y toda la otra muerte que es la muerte misma, tiembla en el tremolar de esa carne vivada por las multitudes, porque la memoria de otros muertos vitoreados le advierten que está siendo acechada por la historia.
Esos que pasan a su vera, tan cerca de su ser inexorable y tan alejados -sin embargo- de su garra, se parecen absolutamente a la continuidad humana de la historia.
La historia, una jurisdicción en la que la muerte no tiene derechos y sólo se limita a ser una nota de relato y el gesto pequeño de la vuelta de página. Allí, en la historia que anda, la muerte no tiene facultades, es apenas una pobre carroñera llevándose jirones de nada a su guarida sin memoria.
El río no cesa, y hace pesar esa insistencia en la quejumbrosa osamenta de la parca. Ese muerto se prolongará en otras vidas en una sucesión que solivianta el sueño de la eternidad humana.
La trascendencia es la ensoñación de esos animales ingenuos que somos los hombres y las mujeres de la historia.
Poseedores de un carácter común y un oído especial para las causas trascendentes, ese río se llama pueblo. Hay más aguas nuevas en el curso de tanta agua, es mayoritariamente joven la Argentina del río.
Una mujer posa su mano sobre ese cauce dolorido una y otra vez. Se moja en ese amor y se unge. Se hace cargo del dolor ajeno con la sola autoridad de su dolor.
La muerte está sitiada, acorralada entre esa mujer y el río, apenas un corifeo miserable ensaya cocoritas desdeñosas desde algunas mezquinas pantallas muy alejadas de la plaza.
La muerte no consigue ayuda, ni aliados, ni custodios, ni nada. El portento del río y esa mujer son demasiado para su gris menester. Un alma más que se queda en el río, piensa, un alma más para la historia, sabe.
Se aleja a sus otros trámites caminando hacia el otro río, disimulándose entre los afligidos corazones que mojan las orillas de la plaza.
La noche llega para que sea más bella la luz reflejada en ese obstinado río de amor. Amanecerá, más seguramente que nunca.
Ahora llueve.
Llueve, llora, el cielo llueve, el pueblo llora. El que sabe llorar sabe limpiarse los ojos para ver mejor el futuro. El río ha ocupado el centro de la historia.

Tato Contissa

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