Por Julián Dércoli *
Durante el último tiempo, los diarios de mayor tirada
dedicaron una serie de notas a la problemática universitaria. Podemos agrupar
esos artículos en dos bloques. El primero contiene notas que denuncian
favoritismo y desmanejos fruto de la intervención de “la política”. El segundo
bloque se caracteriza por cuestionar principios básicos de nuestro sistema,
tales como la gratuidad y la capacidad de la universidad para garantizar la
inserción laboral y el desarrollo. Ambos bloques comparten una misma
cosmovisión: la universidad ya no es lo que era, ya sea porque la política se
entrometió en los claustros y esto la pervirtió, o porque el sistema
universitario se presenta como anquilosado ante un mundo nuevo “más dinámico”.
Los argumentos que esgrimen las notas del primer bloque
son fácilmente rebatibles. La denuncia de la intromisión de la política como
elemento perverso en la vida universitaria ha sido un elemento constitutivo de
las interpretaciones hegemónicas de nuestra historia, contra el cual es
necesario discutir, ya que afirma una perspectiva en la cual los mayores “éxitos”
de la universidad se produjeron cuando no se metió en el medio “la política”.
Estas interpretaciones están sostenidas sobre el pretendido ascetismo de la
ciencia y la universidad, que concluye en una falsa dicotomía entre política y
calidad educativa, una de las aristas de la dicotomía fundante del liberalismo
criollo: civilización o barbarie.
El rasgo destacable de los artículos enmarcados en el
segundo bloque es que plantean la necesidad de una modernización de las
universidades. El cinismo de sus argumentos radica en que proponen elementos de
individualización y privatización del sistema como claves para avanzar hacia
una mayor igualdad y efectividad. Un ejemplo de esto es el artículo “¿Gratuidad
es sinónimo de igualdad?”, publicado por La Nación. Su punto de partida es que
la ausencia de un arancel implica una “gratuidad indiscriminada” que no
“asegura la permanencia y la graduación”, razón por la que la inversión del
Estado en educación superior finaliza en la apropiación de este beneficio por una
minoría que se gradúa. Por eso, concluye que el desarancelamiento es un gasto
ineficiente por parte del Estado, y propone que “paguen los que puedan” o
“cobrarles a los graduados”. En otros casos se proponen “rigurosos” exámenes de
ingreso, que descartan la posibilidad de la igualación social por intermedio
del proceso educativo.
Es menester aclarar que nuestras universidades son
desaranceladas, desde 1949, porque el Estado comprendía a la educación superior
como una herramienta para contribuir al desarrollo del país, y para esto era
necesario que accedieran las mayorías sin distinción económica. De esta forma
se ampliaría la cantidad de cuadros profesionales y técnicos necesarios para el
desarrollo nacional. En esta concepción, el beneficiario de la educación
superior no es el individuo, sino el conjunto de la sociedad.
Ahora bien, el desarancelamiento no es sinónimo de
permanencia y graduación en sí mismo, por eso el anterior gobierno promovió una
mayor inversión en materia de becas y distintos programas de inclusión
educativa, que, junto con el esfuerzo de las universidades nacionales, permitió
el incremento del número de graduados, así como un cambio positivo en la tasa
graduados-ingresantes (ver los anuarios estadísticos de la SPU y los informes
del CEA 5 y 12).
Por otro lado, podemos coincidir al menos parcialmente, en
que nuestra formación universitaria se encuentra desfasada con respecto a las
demandas sociales y económicas. Esto se vincula con la cultura del aislamiento
entre universidad, Estado y sociedad predominante en nuestra historia.
Entendemos que es una relación a modificar en base a una estrategia de
desarrollo nacional y no en función de las propuestas del mundo privado, ya que
si esta demanda es resuelta por el mercado lo que se logrará es una
segmentación de los circuitos educativos, perpetuando las diferencias de clase
existentes en la sociedad.
Quienes queremos una Argentina desarrollada y socialmente
justa, entendemos a la universidad como una de las herramientas para construir
ese desarrollo. Otros proyectos políticos desestiman el papel del Estado y de
la universidad, por eso buscan atacarlo esgrimiendo móviles de “eficacia y
efectividad”. Desde esta supuesta racionalidad universal pretenden impugnar a
las universidades nacionales, cuando un análisis de nuestro pasado reciente
muestra que, con políticas activas, las universidades pueden corregir las
tendencias negativas que las atraviesan. En otras palabras, aquello que se
presenta como racionalidad universal no es más que el fruto de intereses de los
negocios educativos privados por quebrar la hegemonía que tienen nuestras
universidades en la formación superior.
* Autor de La política universitaria del primer
peronismo; docente y no docente de la Universidad Nacional Arturo Jauretche.
Extraido de http://www.pagina12.com.ar/diario/universidad/10-298620-2016-05-06.html