JULIO FERNANDEZ BARAIBAR - Nov 2016
Los norteamericanos,
antes que especialistas y estadistas, son entusiastas y deportistas, y sería
contrario a la tradición norteamericana realizar un cambio fundamental sin que
se tome partido y se rompan cabezas.
León
Trotsky, carta al pueblo norteamericano. 23 de marzo de 1936.
En los Estados Unidos hay
una gran cantidad de médicos, ingenieros, abogados, dentistas, etc., unos
prósperos y otros camino de la prosperidad, que comparten sus horas de ocio entre
los conciertos de celebridades europeas y los asuntos del partido socialista.
León Trotsky, Mi Vida, 1928.
Las
elecciones presidenciales de los EE.UU. me trajeron a la memoria estas citas
del revolucionario ruso enterrado en suelo latinoamericano. Recordé otra, que no pude hallar en mi biblioteca, por lo que la cito de
memoria. En algún lado, Trotsky
sostenía que los norteamericanos eran el único pueblo sobre
la tierra que había llegado al
capitalismo sin haber pasado por el Renacimiento. Quería decir con ello que la burguesía norteamericana
no se había forjado a lo largo de un prolongado período que implicó no solo el
desarrollo de las fuerzas productivas sino una secular acumulación cultural, una sedimentación de tradiciones
humanísticas que se remontaban a los griegos, como lo hizo la burguesía europea, sino que pasó, en el curso de
menos de un siglo, de una economía agraria a la más desarrollada economía industrial y a
un prodigioso desarrollo técnico.
Carecía esa burguesía del refinamiento
espiritual de la burguesía inglesa, esos
gentilhombres rurales convertidos en fabricantes industriales que describe John
Galsworthy en La Saga de los Forsyte.
Ni tampoco poseía el “spleen” de esos “flaneurs” a los que
Baudelaire representa y Walter Benjamin describe y analiza. La burguesía norteamericana, la que protagoniza los libros de Henry James, es
simple, vital, arrolladora, mal educada, guaranga, para usar un adjetivo caro a
Don Arturo Jauretche.
O
para decirlo con palabras de Rubén Darío: “Sois ricos. / Juntáis al culto de Hércules el culto de Mammón; / y alumbrando
el camino de la fácil conquista, /la
Libertad levanta su antorcha en Nueva York”.
El New Deal
En
1930, esa burguesía que no había cesado de crecer y enriquecerse desde el final de la Guerra de
Secesión y que ya había abandonado ese
proteccionismo que Ulyses Grant soñaba para
doscientos años[1],
se encuentra con que las nociones del libre mercado y la espontánea armonía que genera la
ley de la oferta y la demanda han dejado de servir. El desplome del mercado
bursátil, producto de una crisis cíclica del
capitalismo, ha dejado a EE.UU frente a millones de desocupados, familias
empobrecidas lanzadas a la calle por los bancos que ejecutan por incumplimiento
las hipotecas sobre sus viviendas, compañías electricas
privadas más preocupadas por la cotización de sus acciones
en Wall Street que por aumentar la producción y distribución del fluído.
[1] “Durante dos siglos Inglaterra ha usado el proteccionismo, lo ha
llevado hasta sus extremos, y le ha dado resultados satisfactorios. Después de esos dos siglos, Inglaterra ha considerado conveniente
adoptar el librecambio, por asumir que el proteccionismo ya no le puede dar
nada. Pues bien, señores, mi conocimiento de
mi patria me hace creer que, dentro de doscientos años, cuando Norteamérica haya obtenido del régimen protector todo lo que este puede darle, adoptará firmemente el librecambio”. Arturo Jauretche, Política Nacional y Revisionismo Histórico, página 32, Corregidor,
2011, Buenos Aires.