Ernesto Jauretche, 8 de enero de 2017
Recibí muchas más
adhesiones que críticas por el contenido de mi último breve saludo de año
nuevo, que voy a repetir al pie para quienes no lo hayan conocido. Pero, soy un
político: mi misión es conquistar nuevas voluntades. Y, entonces, claro, voy a
referirme a las opiniones de los que manifestaron su disidencia, en casos muy
radical (con perdón de la palabra), sobre todo con aquello de la calificación
de cobardes y traidores a quienes no militan cuando la Patria está en peligro.
Y valga nuestro presente como ocasión.
Aunque reconozco que a ciertos compañeros sensibles la
violencia verbal les provoca algún padecimiento, no retrocedo ni un solo tranco
en mi convicción y ratifico aquella declaración en todos sus términos. No
obstante, lo que me preocupa más, es que a algunos les parezca inapropiada o
desmedida, y hasta agresiva (ya que no la va con eso del “diálogo”, los
“consensos”, la “gobernabilidad” y el largo etcétera del “autoritarismo” y la
“herencia”). En general, el argumento es “hay que unir”.
Yo pregunto: ¿unir a quiénes y para qué?
Me reafirmo en mis trece entonces, avalado tanto por una
experiencia personal como por lo que exhibe la escena histórica pública.
Como muchos han adivinado, la frase en cuestión no me
pertenece. Es de un médico, psiquiatra, filósofo y escritor, un mulato nacido
en el Caribe que fue destacado miembro del Frente de Liberación Nacional
argelino: el doctor Frantz Fanon. Su vida y sus trabajos, principalmente “Los
condenados de la tierra”, se leyeron e inspiraron masivamente a la militancia
política a la que yo pertenecía allá por los años 50 y 60 en Argentina. Para
nosotros, espectadores de una sangrienta guerra de liberación antiimperialista,
era la verdad revelada (hoy exclamaríamos: “TODOS SOMOS ARGELIA”).
Ya veremos qué otras garantías avalaban el acierto de
aquella afirmación tan intransigente, pero a ver si convenimos en que Fanon no
debió estar equivocado.
La Guerra de Argelia o Guerra de Liberación de Argelia
del imperio colonial francés terminó en 1962 y, como la nuestra en la batalla
de Suipacha en 1812, con una enorme victoria llena de abnegación y osadía de
los revolucionarios, que trascendió como mensaje a toda el África aun colonial
y hasta todo el entonces llamado Tercer Mundo. Podríamos comparar a Fanon con
el mariscal Antonio José de Sucre, que continuó hasta su epílogo la hazaña
sanmartiniana: más allá de las nítidas coincidencias en sus objetivos
políticos, en cuanto a métodos y disciplinas, Frantz Fanon y José de San Martín
compartían un mismo sentimiento épico.
Y esto no es una boutade (ya que de franceses viene la
mano) porque, conceptualmente, el Libertador había dicho algo sugestivamente
muy parecido un siglo antes: “Cuando la Patria está en peligro todo está
permitido, menos no hacer nada”. Esto es ideología y no mística. Es mandato, no
discurso. Desoírlo es cobardía o traición (¿o no?). San Martín le puso alma y
cuerpo –enfermo y todo- a su militancia.
Veamos.
Con ellos como faro iluminador de la existencia, mi
generación (la del ´60, que convergió –o tal vez la parió- con la del ´70) pretendió ser continuadora de
la primera emancipación: fue criada y forjó su conducta a la luz de un criterio
ético sanmartiniano inmanente que en su momento sintetizó Perón: la concepción
heroica de la vida.
“Estos movimientos triunfan por el sentido heroico de la
vida, que es lo único que salva a los pueblos; y ese heroísmo se necesita no
solamente para jugar la vida todos los días o en una ocasión por nuestro
Movimiento, sino para luchar contra lo que cada uno lleva dentro, para vencerlo
y hacer triunfar al hombre de bien, porque al partido lo harán triunfar
solamente los hombres de bien”.
Más explícito estuvo aun cuando sentenció: “Cuándo está
en riesgo el destino de la Patria, es un crimen de lesa Patria no estar en
ningún bando”.
Nunca Evita se quedó atrás y su larga consigna (una de
muchas), que la militancia de la resistencia pintaba en las paredes -tantas
veces interrumpidos por la policía- como murales noticiosos de la época: “La
Patria dejará de ser colonia o la bandera flameará sobre sus ruinas”, no es
precisamente un modelo de conciliación política con el adversario ni de
entendimiento con el enemigo.
¿Porqué? Simple, explícitamente: la verdadera batalla no
es entre dos modelos de Nación sino entre un proyecto de Nación justa, libre y
soberana y un proyecto de colonia, de antinación, de antipueblo, de entrega a
intereses extranjeros, de robo a la población y saqueo al terruño (con
Rivadavia llegó a gobernar la Baring Brothers, durante Mitre y Sarmiento reinó
el señor Remington, en la “década infame” gobernó la Cámara de Negocios inglesa
–que hasta nombró un Presidente-, con Aramburu el FMI, cuando Frondizi la
Estándar Oil y para qué seguir: hoy gobierna la Escuela de Negocios de
Harvard).
En aquella añorada época no se andaba con remilgos y
nadie tenía pelos en la lengua. No había tiempo de asustarse del lenguaje; como
ahora, asustaba la realidad, pero todos nos hacíamos cargo de lo que pensábamos
en vez de andar discutiendo sobre si las formas de decirlo eran más o menos
amables o respetuosas (uno de los títulos referidos a los gobernantes que causó
la clausura del diario Democracia fue: “Gente mala, que anda apestando la
tierra”; mi tío Arturo hizo los suyo: “Napoleón era sarnoso”).
En esta misma línea de palabra, pensamiento y acción, en
su momento, a nosotros, los de mi generación, cultores a rajacincha de esos
paradigmas éticos y morales que hicieron la Nación, tampoco nos fue tan mal.
Conducidos por Perón, en una política de Estado integral, inquebrantable entrega
revolucionaria y también algunos fierros (porque a veces fue necesario
responder a la violencia con violencia), recuperamos el cadáver de Evita y
trajimos a Perón, ganamos las elecciones del 73 y reconquistamos el gobierno
después de 18 años de proscripción, liberamos hasta el último preso político e
hicimos una justicia para los postergados, pusimos los hospitales, la escuela,
la universidad y la ciencia al servicio del pueblo, instalamos políticas de
estado modernas, nacionales y populares, en dos años bajamos la deuda externa a
cero y recuperamos hasta el 51 % de la participación del trabajo en la
distribución del PBI, abrimos el comercio a la URSS y a Cuba y sentamos las
bases de acuerdos continentales para la Patria Grande. Todo en un inédito marco
de libertades públicas y movilización social, donde florecieron todas las
expresiones de las bellas artes y la cultura.
Salvo aquellos descerebrados que todavía insisten en que
el golpe del 76 fue necesidad de orden o culpa de los montoneros y no
determinación de la junta cipaya que en casa de Martínez de Hoz en el edificio
Cavanagh (García Lupo dixit) conspiraba contra la democracia con empresarios,
militares, sacerdotes y diplomáticos, la inoperancia de Isabelita, la
insensatez del ministro Rodrigo y la ofensiva desestabilizadora de la Triple A
de López Rega, la traición de algunos sindicalistas y los negocios con la
embajada norteamericana, nadie puede negar que esos fueron tiempos de festejos
y de alegría de los de abajo (eso que tanto ofende a las clases altas).
No fuimos genios. No fue magia. Fue un pueblo movilizado,
un movimiento organizado, un frente político al servicio de un proyecto social
hegemonizado por los trabajadores y un programa revolucionario, síntesis de las
demandas económicas, sociales y políticas de una sociedad despierta y dinámica
de cara al futuro. Y una militancia política, sindical, territorial, social,
estudiantil (que llamábamos “los frentes”); allí donde se juntaban más de tres
había una célula revolucionaria que ejercía un apostolado sobre la base de que
hasta la vida se entrega por la lealtad a los compañeros y el ideal de un
patria grande con un pueblo feliz. Militancia. Combate al injusto orden
establecido. Construcción de un nuevo orden popular. Apuesta al futuro. Sin
cobardes ni traidores.
Desde entonces, sólo les ha ido bien a Néstor y Cristina,
que no son justamente ejemplos de lenguaje moderado, de buenos modales, ni de
resignación ni tolerancia con la injusticia (sin concesiones, Néstor llamó
“asesinos” a los generales del Proceso; Cristina le acomodó un “golpistas” a
los banqueros). Levantaron las antiguas y poderosas banderas de la ética de la
igualdad y el principio de que los derechos no son discurso ni relato: sólo son
verdaderamente derechos aquellos que se conquistan con la lucha. Y hoy están en
entredicho.
Militar es eso: no transar. No callar. No conceder. No
resignarse. No abandonar al otro; cargar su mochila si lo necesita.
Militar es no rendirse
nunca.
Militar es jamás perder la esperanza.
Lo dijo el poeta: “Somos un pequeño regimiento de un
ejército invencible: el de la clase trabajadora del mundo entero”.
Lógica neoliberal es si yo gano, todos ganamos. La
nuestra es: si todos ganamos yo gano. Aquel que no se atreve a combatir la
injustica social es un cobarde. El que puede y se calla o se aprovecha del
débil es un traidor.
Yo se que ahora vendrán caras extrañas. Alguno va a
decir: “Este Jauretche se quedó en los 70”. Otros, para devaluar los
argumentos, hasta me van a compadecer: “son cosas de viejo”.
Sin embargo, yo creo firmemente que es llegada la hora de
refundar el histórico movimiento nacional y popular, que no se cómo se va a
llamar (y no importa).
Se hará sobre las enseñanzas que nos dejaron San Martín,
Bolívar y Artigas y los americanos de la emancipación, la bravura de los
caudillos federales, la templanza de Dorrego, el talento argentino de Juan
Manuel de Rosas, las certezas republicanas de Yrigoyen, la bizarría intelectual
de los forjistas y el peronismo de Perón y Evita, la conciencia de clase de los
hombres que redactaron los programas de La Falda, Huerta Grande y el 1° de Mayo
del 68, y el coraje civil de Cámpora, el desafío del kirchnerismo y la entrega
de los 30 mil, ¡porque no nos han vencido!
Se trata de convocar a una gran empresa común, aún con
sectores que por errónea inteligencia de su verdadera ubicación social
suscriben todavía un papel cultural que aparece como enfrentado a los intereses
nacionales y populares. Pero, LA VIDA TE DA SORPESAS.
Ambiciosos de poder, individuos que se desviven por participar
en actividades sociales habitualmente inalcanzables al hombre de a pie para
estar en las pantallas, políticos profesionales ricos, sin principios políticos
y sin ética revolucionaria, pueden ser útiles para trepar algunos escalones en
la larga escalera hacia el poder. Son imprescindibles, eso sí, para seguir
desprestigiando la política como la más noble de las actividades humanas y
obturar el camino a los nuevos, a los más aptos, a los más sanos representantes
del pueblo. Pero sin mística ni compromiso lo más probable es que puedan llevar
al triunfo a una sigla popular con historia, para que al día siguiente los
elegidos traicionen desde sus bancas y lugares conquistados el mandato
recibido.
Esa película ya la vimos. Pasó. Por suerte. ¿Volverá?
Mientras no recuperemos el idioma en que se pronuncia
REVOLUCION sin espantarnos, si no resucitamos los conceptos y principios
básicos de la militancia, no habrá reconquista del poder. Hay que romper el
sentido común dominante, manufacturado por las agencias de relaciones públicas
y el aparato de inteligencia del imperio, que impone pensar la política como
Partido en su expresión corporativa, y reinstaurar la idea del Movimiento en
tanto continente de las demandas reales que nutren el debate político y generan
las necesarias y renovadoras representaciones políticas desde las bases.
Apenas, quizás, en los próximos turnos electorales se
lograrán interesantes y bienvenidos avances electorales sobre algunos espacios
no decisivos de la hegemonía colonialista. No los temamos: sobre ellos, dentro
de ellos, dramáticamente, en el inevitable conflicto gramschiano (cuando lo
viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer) florecerá LO NUEVO.
Porque no hay criaderos de ideología ni la militancia se
engendra en un invernadero.
La madre de todas las victorias es la batalla; en la
pelea, en la experiencia, en la praxis, en el acierto y en el error los pueblos
construyen la historia de la Patria. El militante es el panadero: le pone
leudante a la masa; la harina es la multitud.
Perón termina de aclararlo: “Ante esto, no creo que las
expresiones revolucionarias verbales basten. Es necesario entrar a la acción
revolucionaria, con base organizativa, con un programa estratégico y tácticas
que hagan viable la concreción de la revolución. Y esta tarea, la deben llevar
adelante quienes se sientan capaces. La lucha será dura, pero el triunfo
definitivo será de los pueblos. Ellos tendrán la fuerza material
circunstancialmente superior a las nuestras, pero nosotros contamos con la extraordinaria
fuerza moral que nos da la convicción en la justicia de la causa que abrazamos
y la razón histórica que nos asiste”.
La tarea militante de hoy, es crear la nueva historia del
MOVIMIENTO NACIONAL, popular y revolucionario.
Escribamos nuestra historia, la que queremos registren y
homenajeen en el futuro las generaciones que nos precederán. Es nuestra labor
actual; si no la cumplimos por
responsabilidad ante los mayores, al menos hagámoslo por vergüenza frente
a los que vendrán.
Rara avis de estos tiempos es aquel que dice lo que
piensa y hace lo que dice.
Por eso, Rodolfo Walsh tuvo que dar su vida por un
mandamiento que hoy, inexcusable, recobra toda su eficacia:
“Agraviados en nuestra dignidad, heridos en nuestros
derechos, despojados de nuestras conquistas, venimos a alzar en el punto donde
otros las dejaron, viejas banderas de lucha”.
PD:
ESTE 2017 SERÁ HISTÓRICO, PERO NO PARA ALQUILAR BALCONES
Cuando la Patria está en peligro,
todo aquel que no milita es un cobarde o un traidor.
Ellos vienen por todo.
Nosotros vamos por más.
VIVA LA PATRIA