Resumen de una entrevista a Eugenio Raúl Zaffaroni
- Usted
aparece en una novela histórica sobre Velasco Ibarra: El perpetuo exiliado, de Raúl
Vallejo. ¿La ha leído?
Sí,
la leí por Velasco y, cuando llegaba al final, me descubrí como personaje,
aunque de refilón y como licencia literaria. Es una sensación rara, por cierto.
- Salvador
Ferla
Velasco admiraba por su valor al publicar su libro sobre los
fusilamientos de 1956. Un personaje interesantísimo. Tenía una librería y
escribía mientras la atendía. Gran persona, un intelectual autodidacta,
revisionista de nuestra historia.
- La humildad de Velasco
¿En
Bulnes y Santa Fe?
Velasco era muy pobre. Cuando se
fue de la Argentina me dejó un poder que transferí, porque en ese momento era
juez, y no hubo sucesión, porque sencillamente no había bienes. Vivía de su
pensión de expresidente, incluso rechazó el aumento que dispuso el régimen
militar que lo había derrocado.
- ¿Y
qué opinaba de la dictadura argentina?
Velasco no tenía simpatía por Isabel Perón, por
cierto. Eran los tiempos de López Rega, la prensa se ensañó inventando
historias de corrupción. A Velasco le irritaba todo lo que sonase a corrupción,
pero no por eso tuvo simpatía por la dictadura y menos aún a medida que se iba
haciendo manifiesta la violencia asesina de ese régimen. A veces, en privado, y muy por lo bajo, decía que
los ‘subversivos’ estaban salvando la dignidad de los argentinos, aunque, como
sabemos, no era un hombre de violencia.
- Vasconcelos
Una vez me contó que siendo
estudiante, asistió a una conferencia en
Quito del mexicano José Vasconcelos. Y luego, con unos compañeros, fueron a
entrevistar en su hotel a Vasconcelos, que los recibió en mangas de camisa y con
el chaleco desabotonado. Eso a Velasco le cayó muy mal, el personaje se le
derrumbó. Extraño, pero revelador: ese no era el Vasconcelos de la conferencia,
el que hablaba del «hombre cósmico». Y Velasco temía dejar de ser el de la
tribuna. Era tímido, sí, aunque los ecuatorianos no lo crean.
¿Velasco
enseñó en Buenos Aires?
No, enseñó en la Universidad Nacional de La Plata,
pero eso fue en los tempranos cincuenta. Creo que fue la única entrevista que
tuvo con Perón, que lo recibió y lo recomendó a las autoridades de la
universidad. Le encargaron las clases de historia del derecho político o
constitucional argentino. Contaba que se puso a estudiar y leyó la historia de
Mitre y no entendía nada. Y hasta pensó en renunciar, cuando alguien le
aconsejó que leyese a Saldías, y allí comenzó a comprender nuestra historia
nacional. Siempre le gustó nuestra historia, y las conversaciones con Ferla en
la mesa eran una delicia.
- ¿Cree
que Velasco era un intelectual?
No era un académico ni había dedicado su vida a
eso, pero necesitaba leer, meditar, sobre todo filosofía, historia y política,
y poner sus ideas en orden, lo que hacía por escrito. Sus obras muestran eso y
también los autores que frecuentaba. En los últimos años estaba impresionado
con el pensamiento de Pierre Teilhard de Chardin. Era un hombre informado y
actualizado. Poco después de conocerlo publiqué en la revista de la Universidad
Nacional del Litoral un comentario sobre su libro Caos político en el mundo
contemporáneo, que le gustó al punto que lo cita en la solapa de Servidumbre y
liberación, publicado en Buenos Aires en 1965. Las reflexiones de su fiel
secretario y sobrino, Jaime Acosta, en la presentación de los escritos
póstumos, Filosofía negativa y mística creadora, no presentan a un improvisado,
sino a un pensador. Si la vida hubiese llevado a Velasco a una existencia
académica y no política, hubiese brillado, no lo dudo.
- Muchos
critican a Velasco por sus errores y por ser un populista. ¿Qué opina?
No
puedo responder como ecuatoriano, sino como latinoamericano. Quien fue
presidente cinco veces debió cometer errores. Si no, sería un ser sobrehumano.
La magnitud de esos errores compete a los ecuatorianos y al juicio histórico. Y sí, fue un populista, no tengo dudas,
pero eso no es ningún demérito, sino todo lo contrario. Hace unos meses, el
papa dijo en El País de España que
no entendía cuando los europeos denigraban al populismo, hasta que se dio
cuenta de que hablaban de diferentes cosas. En Europa, populista es la
traducción usual de völkisch, que significa algo así como populacherismo, la
técnica con la que un político se monta sobre los peores prejuicios de una
sociedad y los profundiza al máximo para ganar elecciones. En eso, Hitler fue
un maestro, aunque no el único. Pero en Latinoamérica no es lo mismo, y eso lo
ratifican historiadores europeos como Hobsbawm. Los populismos latinoamericanos
fueron movimientos populares de defensa de soberanía frente al colonialismo y a
nuestras oligarquías vernáculas proconsulares de intereses foráneos. Fueron
policlasistas, porque no podían ser de otro modo: como siempre fueron
movimientos independentistas, fueron personalistas porque la síntesis de
ciertos intereses por necesidad la tenía que tener un líder. Fueron
ideológicamente contradictorios, es cierto, algunos incluso autoritarios, es
verdad, pero, no lo olvide, ampliaron las bases de nuestra ciudadanía real. Sin los populismos, sin los Velasco Ibarra
o Perón o Vargas o Yrigoyen o Lázaro Cárdenas o Haya de la Torre, estaríamos en
los tiempos de las repúblicas oligárquicas y, no sé si sabríamos leer y
escribir o, incluso, si estaríamos vivos. Todos los defectos de nuestros
populismos, incluso el eventual autoritarismo de algunos, palidecen frente a
los crímenes de dictaduras asesinas y genocidas, cometidos precisamente para
detener y desbaratar a los populismos. ¿Qué violencia populista se compara lejanísimamente al bombardeo a la Plaza
de Mayo, al fusilamiento de 1956, a derogar una Constitución por bando militar,
a hacer desaparecer a treinta mil personas? En nuestra región, populismo es el
antónimo de antipopular, es soberanía frente a dominación. No hay por qué negar
los defectos que todos tuvieron, pero no por eso olvidar que estamos aquí
gracias a ellos y que sus enemigos ‘serios’ fueron los peores asesinos de
nuestra historia.
- ¿Cómo
fueron los últimos años de Velasco en Argentina?
Estaba
viviendo en Alemania cuando leí en el diario la caída del quinto velasquismo.
Seis meses después volví a Buenos Aires y retomé los rituales de almuerzos y
cenas. Su vida transcurría tranquila, aunque la Argentina no estaba nada tranquila
en esos años. Velasco y Corina vuelven en 1972:
estaba Lanusse, luego se convocan las elecciones de 1973 que gana Cámpora,
vuelve Perón, el tiroteo y los muertos en Ezeiza, a las semanas la renuncia
de Cámpora, interinato de Lastiri, Perón presidente, la ruptura con Montoneros,
la muerte de Perón, el gobierno de Isabel y el golpe genocida de 1976. Fueron
años pesados y sangrientos, ojalá que nuestro pueblo no vuelva a pasar por eso
jamás.
¿Velasco
admiraba a Perón?
Era algo ambivalente. Admiraba al peronismo, a la
reivindicación de los trabajadores, al pueblo peronista, a Eva Perón, Evita,
pero no a Perón. Creo que eran dos modelos de caudillo muy diferentes, no solo
de pueblos, sino quizás incluso de época.
Alguien escribió una biografía de Velasco definiéndolo como un caudillo
«romántico», tenía algo de nuestro Hipólito Yrigoyen, prefería orientarse por
«principios infinitos», si aceptamos el sentido que Abbagnano da a la expresión
«romántico». Perón era diferente, era un líder de posguerra, mucho más
pragmático. No carecía de principios,
pero se orientaba más por la coyuntura, un verdadero estratega. Eran
simplemente diferentes y no podían simpatizar mucho entre ellos. Pero Velasco
tenía una profunda admiración por el pueblo peronista, casi diría que envidiaba
a Perón, que era lo que alguna vez me sugirió Salvador Ferla tomando un café en
una esquina después de un almuerzo en casa de Velasco: «¡Cómo puede haber
envidia incluso entre los grandes!», se asombraba Ferla, con su sonrisa un poco
tristona pero bonachona.
Obviamente, cuando comenzaron a circular las invenciones de fabulosos negociados en el gobierno de Isabel, que es la táctica de siempre de los gorilas golpistas, que convierten lo desprolijo en corrupto, mostrándose como los ‘impolutos’ para hacerse del poder e instalar una corrupción sistémica que deja hipotecada la nación, allí Velasco se puso peor frente a todo lo que rodeaba a Isabel. Sin embargo, hubo un episodio curioso. Un sábado al mediodía había venido a visitarlo el Dr. Araujo Hidalgo, antiguo colaborador de Velasco, y en cierto momento le dijo que en era él quien tenía la culpa de Isabel, lo que lo sorprendió muchísimo. Araujo explicó que una vez una señora se metió en el despacho de Velasco y le dijo que necesitaba un pasaje a Panamá, porque quería estar con el General Perón para darle su apoyo y fuerza. Velasco se sorprendió y al fin le indicó a Araujo que buscase algún pasaje de cortesía y se lo diese, y así fue como la señora partió para Panamá. Según Araujo, esa señora era Isabel, lo que es posible, aunque no coincide con otras versiones de nuestros historiadores.
Obviamente, cuando comenzaron a circular las invenciones de fabulosos negociados en el gobierno de Isabel, que es la táctica de siempre de los gorilas golpistas, que convierten lo desprolijo en corrupto, mostrándose como los ‘impolutos’ para hacerse del poder e instalar una corrupción sistémica que deja hipotecada la nación, allí Velasco se puso peor frente a todo lo que rodeaba a Isabel. Sin embargo, hubo un episodio curioso. Un sábado al mediodía había venido a visitarlo el Dr. Araujo Hidalgo, antiguo colaborador de Velasco, y en cierto momento le dijo que en era él quien tenía la culpa de Isabel, lo que lo sorprendió muchísimo. Araujo explicó que una vez una señora se metió en el despacho de Velasco y le dijo que necesitaba un pasaje a Panamá, porque quería estar con el General Perón para darle su apoyo y fuerza. Velasco se sorprendió y al fin le indicó a Araujo que buscase algún pasaje de cortesía y se lo diese, y así fue como la señora partió para Panamá. Según Araujo, esa señora era Isabel, lo que es posible, aunque no coincide con otras versiones de nuestros historiadores.
- ¿Hay
algo más de importancia que recuerde de Velasco?
Vale
la pena recordar la última noche de Velasco en Buenos Aires, su último
atardecer en el departamento de Bulnes. Estaba sentado en el recibidor, en su
sillón de siempre, con un gesto de agotamiento totalmente extraño en él. En
sillas estábamos unos seis amigos del grupo. Caía lentamente esa tarde de
verano porteño, la casa estaba tan deprimida como todos, en plena tarea de
embalaje de cosas, y de pronto nos mira y dice: «Aquí dejo a mis verdaderos
amigos», y acto seguido nos fue mirando a cada uno de nosotros y diciendo con
detalles todas las pequeñas atenciones que habíamos tenido para él, recordando
esas pequeñas cosas que uno puede tener para un amigo, insignificantes para
nosotros, que las hacemos y olvidamos por obvias. Una perfecta y completa contabilidad
de atenciones casi banales. Allí caí en
cuenta de la tremenda soledad del líder, que registraba con precisión
estadística en su memoria todos los gestos de afecto de quienes no teníamos
ningún interés en obtener nada, de quienes solo procedíamos por afecto. Soledad
profunda de un conductor, impresionante en quien llenó cuatro décadas de la
historia de su país y en cinco ocasiones ejerció la presidencia. Cuando veía al
Velasco Ibarra gigante en el balcón estatuario, o cuando lo encontraba en esa
esquina de Quito, en un busto con los otros tres grandes de su historia
nacional, sentía culpa ante el temor de que se perdiesen estos recuerdos
—banales pero que enriquecen el mito— del Velasco Ibarra exiliado en la
Argentina.