Aurora Venturini es una escritora argentina. Su último libro
es El marido de mi madrastra (Mondadori). Fue amiga de Eva Perón y trabajó con
ella en su Fundación.
Estos textos fueron publicados en la sección "Mundos
íntimos" de Clarín, durante 2012.
No sé si podré soportarla… Eso sentí también después del
deslumbramiento inicial; yo había quedado fascinada como si hubiera visto a
varias personas a la vez, la de acá, la terrenal, y la de otro lado, más
sobrenatural. Comenzaba el ciclo escolar y había que testear a los alumnos del
Instituto de Minoridad. Elena Caporale, esposa del gobernador de la provincia
de Buenos Aires, Domingo Mercante, me envió a la Fundación Eva Perón, porque
necesitaban una psicóloga que aplicara los tests sobre vocación y capacidad
mental, y yo conocía bien el Rorschach, de las diez reveladoras láminas
manchadas.
Elena susurró: “Hoy tiene un día espantoso”. Yo pensé:
“No sé si podré soportarla”. Entonces sus ojazos redondos y algo melancólicos
se posaron en mí y dijo: “¿Qué pasa por ahí?”. Estuve a punto de responder:
“Pasa el pánico, la confusión, la esperanza de conocerla, el temor a no querer
hacer todo”.
–“Vamos, vamos”, apuró.
La seguimos hasta un recinto conectado con un patio
exterior, repleto de seres anhelantes, golpeados.
Se acercó la celadora: –Señora, la abuela dice que la
sopa no le gusta.
–¿Es tu abuela?
–No, señora.
–¿No tiene nombre?
–Sí, se llama Águeda.
Evita probó la sopita de cabello de ángel, expresando,
entusiasta, que estaba riquísima. Y Águeda la sorbió, del todo de acuerdo.
Continuamos por largos corredores donde había algunos niños a los que les
preguntaba: “¿Dónde está el osito que te regalaron ayer? ¿Y la bici? ¿La muñeca
con la medalla de la Virgen?” Así todo el día, todos los días… Y me di cuenta
de que aunque hubiera días que terminaba exhausta, sí, iba a poder soportarla.
A la Fundación llegaba a las ocho de la mañana y se iba a
las cuatro del día siguiente. Las piernas se le hinchaban, se sacaba los
zapatos debajo del escritorio y quedaba descalza.
Yo no era la única psicóloga en la Fundación, pero ella
me distinguía porque me formé con Béla Székely, un doctor en psicología rumano
que trajo toda la batería de tests en la que yo me especialicé. Le resultaba
útil para trabajar con los chicos más dotados. A Evita, la psicología no le
interesaba para nada, le gustaban las cosas directas. Los tests eran una
excepción, no sé por qué. “Son todas paparruchadas”, solía decir sin importarle
lo que yo pensaba. Nunca le importó lo que pensaban los demás.
Tenía una hermosa dicción pero le faltaba letra. Por eso
digo que ella era un milagro: una chica común, igual a tantas, que se encendía
hasta transformarse en alguien absolutamente excepcional en contacto con el
pueblo. Pero había que verla de cerca, en el trato diario, podía ser
insoportable de tan inmediata. Cuando me decía a mí o a otros “esto lo
quiero para mañana”, había que tenerlo listo porque si no se le escapaban
insultos gruesos, descargaba toda su rabia en el que tenía adelante, le saltaba
la bronca. Era difícil estar con ella en esos momentos. Después, la entendí: se
le acababa el tiempo, estaba muy apurada.
Yo creo que siempre supo lo que le pasaba. El doctor
Ivanissevich le dio el diagnóstico, le dijo que tenía cáncer. Ella le gritó:
“¡No! No tengo tiempo” y le cruzó un carterazo en la cara. La cartera tenía un
adorno de bronce que lo lastimó mucho. Salió estupefacto e indignado.
Despues de los ataques de ira, se quedaba callada. En
realidad, no le gustaba mucho hablar. Seguía el dogma de Perón: “Mejor que
decir es hacer y mejor que prometer es realizar”.
Las órdenes antes que el diálogo. Y se comportaba como
una dueña, una dueña especial porque trabajaba para los pobres.
Aunque no lo parecía, teníamos una relación de mucho
respeto, ella me tuteaba; yo no, nunca pude. Para mí era un ser extraordinario,
único y no lo digo para obtener algo, al contrario, perdí todo por ella. En el
55, me echaron de todas partes, me hicieron de todo, me rompieron el alma. He
pagado muy caro haber sido tan “yunta” con Evita. Lo pagué pero valió la pena.
Me maltrataba, cada dos por tres. Me decía “mocosa de no
sé cuánto” o iba directo al grano: “me buscás esto, me traés lo otro”. Todo el
tiempo marcándonos el paso, su necesidad de ayudar era sobrecogedora. La gente
salía corriendo a cumplir sus mandatos. Sin embargo, nunca le tuve miedo, lo
mío era una admiración espantosa, sin límites. Y lo de ella, una generosidad
monstruosa, monstruosa consigo misma porque lo entregaba todo.
Salía al balcón sin saber lo que iba a decir –yo le
ofrecí escribirle los discursos pero ella se negaba–. Se asomaba y podía verle
un temblor de posesión, cómo se estremecía y yo y la gente nos estremecíamos al
escucharla. Jamás he escuchado nada igual. Cuando terminaba quedaba agotada,
hasta parecía más flaca, demacrada, sufría un desgaste de amor. Para salir al
balcón, se ponía algunas joyas que le regalaban y al regresar decía “voy a
desensillar”. Se comportaba como una mujer de campo porque lo era y quería
seguir siéndolo. Usaba muchas expresiones rurales y le encantaba esa vida.
A diferencia de sus hermanas –maestras, y una contadora–
Evita fue la única que no quiso cursar el secundario. Me contaba doña Juana, su
mamá, que se escapaba de la escuela y se iba a pasar las tardes con los indios
que quedaban en Los Toldos, les organizaba quermeses y rifas, bailaba folclore
con ellos. ¿Por qué hacía eso? Yo creo que se sentía poseedora de un mandato
divino aunque fuera incapaz de explicarlo. Decía: “No sé qué me pasa, por qué
hago las cosas que hago” y yo la entendía porque a mí me pasa lo mismo cuando
escribo. En los ratos que le dejaban los apuros, charlábamos mucho, como amigas.
Su mayor satisfacción eran los chicos de la Fundación que
se recibían de algo. Había un fondo reservado para los más dotados, así
conseguimos que se graduaran muchas maestras, abogados, un escribano. A esos
chicos, en lugar de mantenerlos en institutos de menores, los pasábamos a
pensiones. Lo hacíamos en secreto con el director de la escuela secundaria
adonde iban.
A veces, hasta “construía” familias un poco obligadas,
con tal de ayudar. Recuerdo una vez que me pidió: “Para mañana, traeme al
sujeto. Debe ser solo, sin mujer ni hijos”. Me desesperé en la búsqueda, hasta
que di con un empleado de maestranza de uno de los institutos. Le pregunté al
hombre: “¿Quiere conocer a la Señora?”. El tipo no cabía en sí de la alegría.
Estaba exultante. Al día siguiente, supo de qué se trataba: Eva quería que
adoptara a un adolescente muy inteligente. Necesitaba su apellido, que le
firmara los papeles, legalizar la situación del chico. “Vas a ser su padre”, le
dijo al hombre. La maniobra le dio resultado; el muchacho se graduó en Letras y
fue un poeta reconocido de la generación del 40.
Otra vez apareció por la Fundación una chica que había
sido embarazada por un teniente del Ejército, hijo de un militar importante. La
chica lloraba… Algunos le dijeron a Evita “Tené cuidado, que el padre es un
tipo importante”. Me hizo llamarlo y el teniente vino enseguida. Ella le
preguntó: “¿Vos sos el padre de la criatura que va a tener?” El le contestó que
sí. “Bueno –dijo Eva–, se casan ya mismo”.
En los días en que estaba de buen humor le encantaban los
cuentos. Me decía: “Vos que sos psicóloga, contame un cuento alegre”. “Ah, los
psicólogos”, decía Evita, “siempre le buscan la quinta pata al gato”. A veces
aprovechaba y me pedía “contame un chiste de Perón”, “Pero mire que a él no le
gustan”, respondía yo; “no importa, contame”. Y yo le contaba: “Dicen que había
una roca en Mar del Plata y el mar se la llevó. Y entonces pusieron un cartel:
‘Perón cumple: ampliación del océano Atlántico’”. Ella sonreía, asintiendo.
Cuando la conocí, era una muchacha que adoraba reírse
pero después fue perdiendo el humor y la invadió esa tristeza profunda por
culpa de la enfermedad. Ella supo ser alegre y, al mismo tiempo, muy rabiosa. Y
también llorona, si daba el caso.
Me acuerdo del chico de las moscas. Yo la había
acompañado a una recorrida por las barriadas pobres. Por entonces, las villas
eran buenas, se podía entrar, no había violencia, sólo pobreza, mucha pobreza.
Se nos acercó un chico que tenía la cabecita completamente negra… eran moscas.
Evita no se contuvo y se largó a llorar, después pidió
que lo lleváramos al hospital donde se curó, pero a ella nunca se le fue la
impresión. Esas cosas le daban una rabia inmensa, se volvía loca.
Nunca habló de su pasado de actriz delante de mí. Yo creo
que era porque vivía actuando su gran papel, el mejor que le tocó en la vida.
Asumía la pose de una gran oradora, sin embargo había leído muy poco, pero la
pasión le salía de adentro. De lo poco que leyó, recuerdo que le gustaba mucho
la poesía de Bécquer, ese romanticismo cursi de la época.
En 1947 viajó a Europa. Perón le puso una señora que le
enseñaba buenas maneras, el protocolo que le dicen, y ella se lo aguantó pero
me confesaba que cuanto más le enseñaban, más ganas de marranear le daban. “Marranear”,
le salían esas ocurrencias...
Tenía una voluntad férrea y un carácter ingobernable,
pero si era necesario, se aguantaba cualquier cosa que hubiera que hacer o que
Perón le pidiera, hasta usar esas joyas pesadísimas que nunca le interesaron.
Como jugando, organizó un día de elección de anillos. Puso todos los anillos
que tenía en una gran caja redonda y llamó a las chicas más cercanas, las que
trabajábamos con ella, para que nos los probáramos. Una señora tímida agarró
uno chiquito, y ella le dijo con pena “no agarraste el que te gustaba”.
Curiosa manera de relacionarse, no sabía ni quería ser
sociable, quizás por impaciente. No obstante, mienten quienes dicen que estaba
sola con una enfermera cuando se murió. Me consta, porque los he conocido a
todos, que Evita era muy familiera con su mamá y todos sus hermanos, incluso
con los Duarte, con quienes también se trataba. Las hermanas la adoraban.
Muchas veces, cuando yo iba a visitarla al sanatorio, encontraba a su mamá con
ella. Doña Juana iba y se sentaba junto a la cama y le decía: “Por culpa tuya
estás así, que no te has dado tregua para nada”. Y ella, sin hacerle caso le
contestaba: “Levantá las piernas, ponelas arriba de la cama”. Ya sobre el
final, una vez le dijo: “Mamá, ¿por qué Dios no me da un recreo?” No daba más.
Tuvo una vida tan fugaz y tan intensa que cuando pienso
en ella me parece un sueño. Yo conté con el privilegio de su rara amistad y les
aseguro que nunca nadie me maltrató tanto ni me quiso tanto como Eva Perón.