martes, 31 de julio de 2012

Padre Carlos

por Iciar Recalde 


Padre Carlos que estás en los cielos,


y en las barriadas humildes,


tu mensaje son mis piernas


y tu sueño mi sangre.

("Carlos Mugica", Tercera Posición: Rock nacional y popular)


Un once de mayo de 1974, es ametrallado a quemarropa por los esbirros de la Argentina semicolonial tras su salida de la parroquia San Francisco Solano en Mataderos, el Padre Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe, el padrecito Mugica, abanderado de los humildes. La figura de Mugica, como las de Miguel Ramondetti, Jorge Goñi, Héctor Botán, Enrique Angelelli, entre otros, fue expresión de la profunda convulsión acontecida en instituciones de extensa tradición en nuestro país, como es el caso de la Iglesia católica. En este sentido, recordar a Mugica en la actualidad supone en principio, un ejercicio crítico de corrosión de la tradición liberal de izquierda anticlericalista fuertemente asentada en los modos de interpelar el rol de la Iglesia en la Argentina. De impronta conservadora y atada a los dictados colonialistas del Vaticano, la Iglesia sin embargo, corrió las venturas (y las desventuras) del movimiento nacional en su conjunto. Fue Juan José Hernández Arregui uno de sus más lúcidos analistas, cuando estipuló que el catolicismo en nuestro país, por la estructuración de las clases sociales y por tradición histórica, era liberal y había operado casi sin solución de continuidad como instrumento de la oligarquía y el imperialismo hasta la llegada de Juan Domingo Perón al poder. Apoyándolo, pero no al contenido popular del movimiento -a medida que Perón se nucleaba en los trabajadores, la Iglesia se alejaba del movimiento- iría prefigurando su posición como institución política a favor del golpe de Estado del año 1955 tras la figura de Lonardi, hombre fuerte de la Iglesia, en alianza con la oligarquía fogueada por el extranjero, la gran prensa, la Universidad y los manuales de historia mitromarxista, los comunistas y socialistas argentinos y la Sociedad Rural Argentina. La contrarrevolución acontecida en 1955 puso en jaque a la institución –como al país en conjunto-, haciéndola entrar en un proceso de conmoción interna donde varios de sus factores, sobre todo los nacionalistas, comenzaron a revisar el error histórico cometido frente al país. Es en este período cuando la Iglesia comienza a expresar tendencias radicalmente antagónicas: la del cristianismo liberal a favor de la clase dominante y, aunque minoritaria, la del social cristianismo que decantará, entrada la década de 1960, en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, que comenzará a vislumbrar que su rol se juega en el proyecto de liberación nacional vehiculizado por las masas peronistas. En este contexto, y como producto del proceso de ascenso de la conciencia nacional de los argentinos, nace a la vida política el padre Mugica. La caída del gobierno popular y la proscripción de las masas de la escena política nacional fracturará la cosmovisión liberal de Mugica -atada por su formación y su condición de clase acomodada a los cánones de una Iglesia de espaldas al país-, obligado por las circunstancias históricas y por el deber de posicionarse como argentino junto al pueblo peronista perseguido por haberse atrevido bajo la conducción de Perón, a romper los lazos de la dependencia. Su labor de crítica descolonizadora en las villas miseria y de reactualización en clave tercerista del texto bíblico, partió de la asunción de que el peronismo representaba un momento particular de la conciencia histórica antiimperialista de los argentinos y de que el nacionalismo en las semicolonias latinoamericanas era el eslabón primero de cualquier intento serio de revertir esta situación. Lo había vislumbrado en términos teóricos Hernández Arregui cuando afirmaba que el nacionalismo debía ser concebido en los países dependientes con un contenido distinto al europeo. Éste nacionalismo “ofensivo” había surgido durante el siglo XIX estrechamente vinculado con el desarrollo y la expansión del sistema capitalista a nivel mundial, proceso que condenaba al continente latinoamericano a la miseria y al saqueo indiscriminado de sus recursos naturales. Como resultado de la división internacional del trabajo, la Argentina en tanto exclusiva productora de materias primas sería subsidiaria de sus amos externos: el imperialismo británico en principio, el imperialismo norteamericano y sus socios locales después. El nacionalismo adquiría aquí otro matiz, de carácter intrínsecamente defensivo que se plasmó por primera vez en un proyecto concreto durante las gestiones de gobierno peronista que llevaron adelante la industrialización del país. Sin industria, la Argentina no tendría independencia económica, base de la soberanía nacional y de la justicia social y sin soberanía nacional, no existiría autonomía cultural. En ese orden y sin vacilaciones. Mugica lo vislumbró con claridad cuando señaló que el dilema para Argentina y América Latina era radical: o hacía su revolución nacional o el imperialismo remacharía los anillos opresores a fin de retardar la liberación mundial de los pueblos oprimidos. Y Dios, agregaba, no vive en el Vaticano sino en el corazón y en la lucha de los humildes, de los condenados de la tierra. Legado que continúa señalando un camino: cuando las banderas nacionales vuelven a surgir por entre los escombros de la patria devastada y Argentina se adueña de su economía y de su política nacional, la palabra y la acción de Mugica están más vivas que siempre: "Yo sé, por el Evangelio, por la actitud de Cristo, que tengo que mirar la historia desde los pobres, y en Argentina la mayoría de los pobres son peronistas."







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