viernes, 19 de octubre de 2012

Viva la Patria aunque yo perezca

por Ernesto Jauretche           

7 de octubre de 2012

La frase, atribuida al Sargento Cabral, no se parece en nada al talante cuasi subversivo que permeó la protesta por una mala liquidación de haberes de tantos gendarmes y prefectos quizás comprovincianos del héroe de San Lorenzo. Son los que visten una respetable chaqueta de autoridad. Pero que dan un mal ejemplo. No estoy instruido especialmente para opinar del tema. Lo digo como militante y combatiente del bando popular. Apelo a la trágica memoria de una confrontación fatal que desplegamos en el pasado; pero que se acabó, y nosotros queremos que para siempre.
Otros la quieren resucitar.
Si somos ciudadanos virtuosos: ¡Cuidado!

Las generalizaciones se repiten. Ninguna reivindicación individual ni sectorial puede estar por encima del aprecio a las instituciones constitucionales, los ordenes jerárquicos, las cadenas de mando en el caso y el trato pacífico de la dificultad; mucho menos conspirar contra la suprema autoridad presidencial, que –la hayas votado o no- representa el interés nacional. Es vital que todos los ciudadanos, con uniforme o sin él, sepan respetar las reglas de juego para convivir en democracia. Tanto más es premisa previa que ninguna Fuerza Armada por el Estado quiera hacer valer como privilegio su poder de fuego.

Para entender llanamente las causas del conflicto y medir sus consecuencias, es preciso historizarlo. Al tratarlo como una simple demanda laboral que aqueja a las fuerzas de seguridad se lo minimiza; es inevitable acudir al contexto histórico en que se desarrolla para poder observarlo desde la política y asumirlo en toda su grave dimensión.  A partir de 1955, las fuerzas de seguridad, así como las policías Federal y provinciales, fueron subordinadas a la conducción militar; hecho que adquirió horrorosa dimensión en el marco de la Doctrina de la Seguridad Nacional. No sería justo imputarles determinación en la sedición y los golpes de Estado; pero no fue menor su compromiso con la tortura a los detenidos, la violencia contra las personas, las desapariciones y la colaboración en otros delitos de lesa humanidad.
Sin embargo, una vez finalizada la guerra fría y alcanzado un satisfactorio grado de participación popular en los gobiernos democráticos que habitan el Continente desde hace ya un par de décadas, las Fuerzas Armadas dejaron de ser meros policías, renunciaron por imperio de las circunstancias al rol tutelar que se habían autoasignado y aceptaron desplegar el papel que nunca debieron haber abandonado: la defensa nacional. Y, en su homenaje, pese a su falta de gimnasia democrática, lo están haciendo bien: el enemigo no está adentro; es el imperialismo (tal vez debiéramos llamar la atención de algunos prefectos y gendarmes para que tengan esto en cuenta).
Pero nuevos y complejos problemas se abatieron sobre las sociedades globalizadas del siglo XXI, crecientemente corroídas por modalidades de delito propias del sistema capitalista: la corrupción, el crimen organizado, el narcotráfico, la trata de personas; en fin, lo que en Argentina y en todo el mundo occidental está oxidando la convivencia y amenazando a las instituciones: la inseguridad urbana. En ese contexto es que las policías y fuerzas de seguridad fueron adquiriendo creciente protagonismo y, como correlato, sumaron espacios de poder en el conflicto político. Que esa mudanza no signifique volver atrás.

En Argentina, hasta hace poco, las fuerzas de seguridad dependieron del Ministro de Justicia y luego del Jefe de Gabinete. En ese período, la tendencia predominante para resolver problemas fue la práctica de negociaciones -a veces non sanctas- con las cúpulas de esas fuerzas. Pero el modelo de conducción era vetusto y conspiraba contra todo intento decoroso de abordaje de los renovados problemas de la inseguridad ciudadana. El caso actual de la bonaerense es paradigmático. Las secuelas de ese anacronismo están en el origen de la cuestión salarial que movilizó a prefectos y gendarmes en estos días.
Los hombres y mujeres que integran tanto la Prefectura como la Gendarmería no son trabajadores asalariados en relación de dependencia; por su condición social proletarios, si se quisiera. No. Los diferencia que son personal de los aparatos de seguridad del Estado; delegados al servicio del monopolio legal de la violencia. No sólo manejan embarcaciones o computadoras: son depositarios y artífices del uso de las armas que la Nación les provee para que protejan a todo el pueblo. Es claro; profesionalmente, no se parecen en nada a un obrero de la construcción ni a un empleado público atrás de su escritorio.
Los ricos custodian sus patrimonios pagando primas de seguros bancarios y agentes privados; la tranquilidad de los pobres (incluso las familias de gendarmes y prefectos), está a merced de la honestidad y vocación de servicio de los agentes policiales y fuerzas de seguridad que paga el Estado con dinero de todos los argentinos. Es elemental, vale recodarlo: su tarea es la paz no la guerra.
Por eso hoy no son oportunos ni lógicos los desfiles militares ni las consignas de altisonante patriotismo y religiosidad con que en otras tramas históricas fueron convocados para reprimir al pueblo. No otra vez.  Es lamentable, pero últimamente hemos presenciado en Ecuador, Bolivia y Brasil y otros barrios, motines mucho más graves que las modestas manifestaciones ante los edificios Guardacostas y Centinela. Lastimosa es su imitación en nuestro país. Soldados, milicias, custodios armados del orden y el libre albedrío, ¿no aprendimos nada?

La creación del Ministerio de Seguridad fue una respuesta del poder civil acorde con las demandas organizativas y los desafíos que plantea la nueva época e implicó un profundo giro político, modernizador y adecuado a los sistemas de participación social intrínsecos a la democracia. Era hora: las fuerzas de seguridad se sometieron orgánicamente a la conducción política. A ésta, y no a gabinetes conspirativos, le corresponde ahora elaborar las medidas específicas de protección ciudadana y combate al delito y diseñar políticas de seguridad basadas en criterios sociales y de derechos humanos.
Como parte de tales procesos de perfeccionamiento y cambio de las relaciones entre el poder político y las fuerzas de seguridad, se implementó el Decreto 1307/2012, que vino a finiquitar una larga historia de litigios y eventos legales que terminaban beneficiando a una minoría aplicada a judicializar sus demandas por sobre el conjunto de los miembros de ambas fuerzas, alentados, sí, por los profesionales de la industria del juicio. El decreto tiene entonces dos propósitos: elevar sustancialmente los haberes de la gran mayoría de los efectivos de las fuerzas mediante una recomposición salarial; y reordenar la escala salarial para evitar situaciones injustas y desiguales producto de las distintas cautelares. Con estos objetivos se crea un nuevo escalafón para Prefectura y Gendarmería. La medida normaliza la situación de aquellos efectivos que cobraban un sueldo desproporcionado en relación a su posición escalafonaria como resultado de fallos judiciales individuales. El cuerpo se beneficia por la aplicación de una categorización única y un sueldo completamente conformado. Como es norma ética del gobierno popular, propende a la igualdad.
El decreto establece expresamente en su artículo sexto que ningún efectivo que no estuviera judicializado podría ver reducido su salario. Es en este punto en donde se produjo un error o acaso una maniobra en la liquidación salarial, tal como señaló el Jefe de Gabinete de Ministros, Juan Manuel Abal Medina. No es la primera vez que por ineficacia o sabotaje se comenten errores de liquidación en los salarios de los empleados públicos. Pero no por ello los sencillos servidores han acudido a la ostentación de la violencia.
En cambio, fugitivos de una gesta, con tronar de redoblantes y clarines, insolentes, amparados bajo una enseña nacional cautiva del beneficio privado, prefectos y gendarmes son inducidos por agentes del desaliento y el desprecio a creer que protagonizan una épica patriótica cuando apenas si están defendiendo el contenido de sus bolsillos. La sociedad argentina los respeta por su entrega y coraje, pero nada les debe; ellos son los que deben. Esperamos pacientemente una autocrítica de la participación de las fuerzas de seguridad en el genocidio de los 70. La necesitamos. Si lo hicieran, por fin dejarían de llamarse con el calificativo elitista de camaradas (que supone de armas); serán, legítima y orgullosamente, mucho más que eso: serán compañeros (de labores colectivas y de ideales).
Seguro que hay entre ellos quienes escuchan a aquellos que se proclaman vencedores de una imaginaria guerra contra la subversión. Parecen no haber entendido lo que tan sencilllamente enrostra el Coronel Kurtz (Marlon Brando) al capitán Willard (Martin Sheen) in Apocalypse Now (1979): “Usted es el mandadero de unos tenderos que lo enviaron a cobrar la cuenta”. Es llegado el momento de que los hombres y mujeres, trabajadores de la seguridad, servidores públicos honestos y eficientes, asuman un nuevo compromiso frente a las instituciones, la democracia popular y un modelo económico que los tiene entre sus beneficiados. No están defendiendo la Patria sino planteando una reivindicación económica sectorial. El resto de sus demandas políticas les corre por su ciudadanía: votarán a quien se les ocurra.

La Patria no es patrimonio de los uniformados; es la heredad real y simbólica del pueblo. Sólo en ese orden la detentan: son parte del humilde pueblo trabajador, “que no debe dejarse engañar por los que nos sometieron a humillaciones durante años, por los que asesinaron, torturaron y persiguieron a compatriotas para que unos pocos empresarios se llenen los bolsillos”.











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